domingo, 4 de abril de 2010

Crítica en Montaje Decadente - Por Lucho Bordegaray

teatro // Y.O., de Leticia Torres

¿De qué hablamos cuando hablamos de logros? Casi siempre, de logros socialmente visibles: título universitario, viajes, ropas, obras de arte, automóvil, puesto jerárquico, casa y tantos etcéteras como zanahorias nos propone el buen capitalismo. Entonces, si de esto hablamos, los logros son mensurables y comparables. Y… envidiables.
Yoko Onda nos habla de ella. (Por si alguien no se percató, sus iniciales y el título de este espectáculo nos ponen sobre aviso.) Ella nos muestra unas imágenes de su vida y, viéndose y relatándose, se descubre más desprovista que los demás: el montoncito de sus logros es mucho más bajo que los montoncitos de quienes están a su lado. Y le basta con curiosear qué hay en los montoncitos ajenos para saber lo que a ella le falta. Y le resulta fácil alcanzar a los demás, porque sabe que detrás de una nariz roja todo vale, y puede detener el tiempo –así nomás, ¿y qué?– para conseguir rápidamente todo lo que en su vida no había obtenido. Pero lo que no sabe Yoko es que el tiempo está íntimamente relacionado con las variaciones, y que por más que tenga su fórmula para detenerlo, su loca carrera por alcanzar todos esos logros que no tenía en su montoncito generan un paso del tiempo, que será un tiempo Yoko o un tiempo Onda, pero es tiempo al fin.
Finalmente, Yoko propone (se y nos propone) una solución. Una solución personal, no grupal, porque aunque tenga reminiscencias hippies en su nombre, hay limitaciones posmo en su apellido, y a la buena onda (que no tiene intenciones de revolucionar ningún sistema) le alcanza con desear el disfrute de lo que se tiene y despreocuparse por lo que no se tiene. No parece suficiente si lo cotejamos con las grandes deudas que acarrea la sociedad para consigo misma, pero es muchísimo si pensamos que la mayoría de los discursos tienden a seguir corriendo en pos del montocito personal y nada más que eso. A fin de cuentas, no le vamos a exigir a Yoko que haga todo lo que el resto de la humanidad no hacemos a diario, ¡qué tanto!
Para decir esto, Leticia Torres se vale de los permisos que el clown le franquea, como inocencia, ternura, sencillez y despreocupación. (¡Vaya listita! Todos productos que escasean o faltan en el stock de nuestras vidas a partir de algún momento en que se nos dio por ponernos adultos.) Y los extrema, de manera que a su inocencia la lleva al límite con lo irreverente, su despreocupación coquetea con la impudicia, su ternura puede aparecer como desenfreno, y su sencillez, como hermosa sonsera. Pero no por eso permite que Yoko se pase de la raya: ella coquetea con cruzarla, amaga dar un pasito más allá de lo debido, pero no mucho más, porque más allá está la obviedad, y de la obviedad necesariamente se vuelve, pues ya no hay hacia dónde avanzar. Bien lo saben tanto Leticia Torres como Maximiliano Sarramone, el director, también formado en la técnica de clown. Y no pasan de ahí.
En tiempos de despliegue multimedia, a Y.O. le alcanza con un proyector de diapositivas porque el soporte está en la ductilidad de su intérprete. Y si bien se permite algunas licencias para sacarle jugo a cualquier cosa que perciba en la platea, Yoko/Torres está cuidada y contenida desde la dirección, porque a no dudar de que si por ella fuese, abriría muchos otros juegos y contaría otras mil historias, pues energía y recursos no le faltan.

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